Revoloteaba emocionada ante la floral belleza. Nunca antes su óptima vista había observado aquella flor de color sacro. Sin dilatar aquel enamoramiento, la libélula decidió vivir el flechazo divino e instaló su hogar entre las danzantes hojas. Confiaba en que la humedad de Londres sería suficiente para sobrevivir y procrear. Ahora solo le hacía falta atraer a un macho, antes de que llegara el invierno, hasta aquel sublime rincón de la ciudad.
Desde su balcón, Duncan disfrutaba del revoloteo de la ardiente libélula. Aquel extraño verano sería ahora más placentero a raíz de la presencia del insecto, al que Duncan depositó su confianza para que eliminara al molesto mosquito del metro de Londres.
Como cada mañana, Duncan se dirigió al metro camino del trabajo. De repente, pensó en cambiar su rutina y, como si se hubiese comunicado por telepatía con la libélula, se encaminó hacia los humedales de Woodberry, no sin antes pasar a comprar una red para atrapar insectos con la que pretendía poblar su barrio de libélulas y poder celebrar un festín de ninfas.
Como buen londinense, Duncan siempre lucía con su peculiar sombrero.
Y de esa guisa, volvió a su barrio con el maletín, esta vez, desprovisto de papeles pero repleto de libélulas, que liberó por entre las flores.
Duncan había oficiado a modo de celestina con la libélula, y la vida recogió su siembra y pobló Londres de libélulas, inspirando a su vez a Duncan para que se convirtiese en su propia celestina y, escuchando su latir, se acercara decidido al lugar en el que cada día su acelerado bombeo disfrutaba desde la transparente distancia de un escaparate.
El deseado desconocido, en un descanso del trabajo, esperaba en la calle con dos tazas de té, como si intuyera que alguien se acercaba deseoso de compartir.
Allí estaba su libélula roja, mirándole. Duncan se acercó al chico y, ofreciéndole su mano, le dijo:
- Mon plaisir.
El chico, aunque desconcertado, accedió al ofrecimiento. Cogidos de la mano, se dirigieron al restaurante preferido de Duncan.
Duncan animó al chico a pedir lo que le apeteciera de la carta. Disfrutaron de una suculenta cena. Duncan hablaba y hablaba de su experiencia con las libélulas y, llegado el postre, disfrutó en silencio del placer dulce. Una vez acabado el postre, sin más, declaró su amor al chico. Estupefacción es un término escaso para definir lo que sintió Angus, el chico que ocupaba el corazón de Duncan, aunque por sus gestos no parecía que le desagradara. Terminada la cena, Angus abrazó a Duncan y salieron del restaurante para disfrutar, mientras caminaban, del silencio crepuscular. Absortos en el sentimiento, llegaron a la puerta del parque del Soho.
Sentados en un banco, sellaron su amor con palabras de proyección infinita.
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